He visto a lo largo de mi práctica médica muchas lágrimas.
Si te pones a pensarlo, es la hostia que por una emoción personal, que cada uno tiene una y de unas características diferentes, se ponga en marcha un mismo circuito que acabe activando un mismo motor que segregue un mismo líquido que sale por un mismo tubo, a la manera de una manguera.
Y que el sitio por donde mana ese agua sea el ojo. Quizá es así porque los ojos son el espejo del alma. Las lágrimas serían entonces el limpiacristales. En este caso no habría entonces que secarse con pañuelos de papel, sino con papel de periódico.
Da que pensar que las lágrimas salgan por un sitio tan explícito. Si salieran por el culo o por la uretra, nadie se enteraría de que estás llorando. Pero es que salen por los ojos, una parte totalmente expuesta al público a no ser que lleves unas gafas de sol. Éstas son capaces de disimular un llanto escaso, como de andar por casa, un llanto de unas imágenes del telediario, pero no un verdadero llanto con sujeto, verbo y predicado. Igual que de un buen discurso intelectual manan ideas e ideas, o igual que de un absceso tabicado como dios manda mana pus y pus, de un llanto bien construido manan lágrimas y lágrimas. A un llanto en condiciones no es capaz hacerle la función de presa una gafas de sol ni cristo que lo fundó.
Las lágrimas son saladas. Lo más lógico sería que fueran amargas, o en todo caso dulces. Pero por una razón que no alcanzo a comprender, la biología ha reservado el sabor amargo para la cera de los oídos, el dulce para el semen y el ácido para la sangre.
Entre todas las lágrimas que he visto a lo largo de estos años ha habido dos patrones de llanto que me han conmovido especialmente.
Uno de ellos es el llanto de los padres inmigrantes, al lado de sus parejas en el paritorio.
Todo lo que pasa en torno al paritorio es conmovedor. La emoción allí es capaz de arrebatarte, noquearte en medio del trajín, y provocarte el llanto aunque no quieras.
Es muy emocionante ver a los padres. Ser sanitario ofrece el privilegio de ser testigo de la intimidad de los demás. No sé por qué, pero a mí me llamaba mucho la atención de la figura del padre. Nunca lo perdía de vista. Quizá porque es de relativa nueva incorporación al espectáculo del parto.
En el caso del padre inmigrante, no podía dejar de pensar en qué esfuerzo y qué calamidades no hubo de pasar esa familia antes de venir a nuestro país. Me sentía en esos momentos orgulloso de vivir y pertenecer a un país que puede dar a ese niño lo que sus padres nunca pudieron tener, pero que gracias a su esfuerzo ese hijo tendrá.
No puedo dejar de pensar en esa palabra que pronuncian las matronas cuando el niño ya está fuera: ¡¡¡Bienvenido !!!
La otra lágrima que me “cala” es bien diferente. Suele tener lugar en la sala u hospital de urgencias (obs)tétricas. Allí acuden a menudo mujeres embarazadas con dolor, pérdidas de sangre o contracciones inexplicables. Se les suele hacer una ecografía. En algunas ocasiones se puede apreciar en la pantalla que el feto no tiene latido cardíaco. “Tenemos malas noticias”, es la frase elegida en este caso. Lo que viene después no tiene palabras, porque el llanto las corta.
Recuerdo bien a una paciente. Una chava boliviana, tenía 14 o 15 años, creo. Tenía rasgos indígenas, era muy guapa, nariz bien afilada y los ojos un poco achinados. Me acuerdo que me impactó porque era la primera indígena que veía en mi vida vestida de Inditex, y no estaba prevenido contra ese signo de la modernidad.
La primera vez que la vi fue en la consulta, donde yo rotaba por la mañana. Se había quedado embarazada sin querer y acudió a la consulta con su pareja, que tenía 16 años. Le preguntó la ginecóloga si quería tener al niño (era ésto en la época en que las mujeres tenían algún tipo de derecho y los deberes no se los imponía el Opus Dei) y dijo que no, pero que lo iba a tener. La ginecóloga habló con su pareja y éste le dijo que estaba trabajando y que contaban de alguna manera con la ayuda de sus padres.
Volví a ver a la chavala un par de semanas después en las urgencias, donde hacíamos guardias los residentes de medicina familiar y comunitaria. Consultó por algo que no recuerdo y al ponerle el ecógrafo sobre el vientre la ginecóloga de guardia le dijo: “Tenemos malas noticias”.
Recuerdo bien aquellas lágrimas. Yo personalmente me sentía aliviado por saber que la naturaleza, la biología o llámalo X le había solucionado a la chica un gran problema. Pero ese torrente de lágrimas me hacía percibir que algo se me escapaba.
No sé si habrá que ser mujer para entenderlo.
Y eso que se me escapaba ando todavía buscándolo. Por eso hace de aquello varios años y todavía lo tengo tan presente.
Las lágrimas son el mínimo común denominador de la alegría y la tristeza. No hay probablemente nada en el mundo que sea capaz de aglutinar dos sentimientos tan dispares.
Las lágrimas son saladas. Tienen la misma cantidad de sodio que la sangre: 135 a 145 MEq/l . No me digáis que no es curioso.
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